Comentario
Terminada la Guerra de la Independencia y firmado el Tratado de Valençay, Fernando VII se dispuso a regresar a España para recuperar el trono que le había sido usurpado. Los absolutistas sostenían con firmeza que el rey debía recuperar la plenitud de su soberanía, y así lo manifestaron en las Cortes en febrero de 1811. Los liberales, como era natural, pretendían que el monarca aceptase todas las reformas que se habían aprobado en las reuniones de Cortes y, por consiguiente, que la Monarquía se rigiese por las normas emanadas de la Constitución de 1812. ¿Cuál iba a ser la actitud del propio Fernando VII? Mucho se ha escrito sobre su carácter. Se ha dicho que era retorcido, traidor, incapaz, escaso de visión política, y seguramente todo eso es cierto, pero lo que no puede achacarse a Fernando VII es que fuera tonto. El sabía muy bien que la recuperación de la plenitud de su soberanía dependía del apoyo que encontrase en el pueblo a su vuelta a España y del entusiasmo con el que fuese recibido. Las Cortes y la Regencia le habían preparado un itinerario con el objeto de tenerlo cuanto antes en Madrid, y evitar así cualquier maniobra que pudiese torcer el proyecto de los reformistas. Pero Fernando cambió ese itinerario y decidió realizar un recorrido por algunas ciudades antes de dirigirse a la capital. De momento, se negó a firmar la Constitución que una delegación de las Cortes encabezada por el general Copons le presentó en la frontera por la parte de Gerona. Desde allí, el cortejo real se dirigió a Zaragoza, donde Fernando se dispuso a pasar la Semana Santa. Ya desde los primeros momentos, los pueblos por donde pasó la comitiva "no cesaron de manifestar con repetidas aclamaciones el júbilo y alegría que le causaba la presencia de S.M". No resulta difícil encontrar explicación a una actitud tan entusiasta, si se tiene en cuenta lo que debió significar el regreso de Fernando VII en aquellos momentos, después de años de dominio de una Monarquía impuesta desde el extranjero, con un Rey que nunca fue considerado legítimo por la inmensa mayoría de los españoles, y después de varios años de una guerra cruel y generalizada, que había afectado, en mayor o menor medida, a todo el pueblo español.
La vuelta de Fernando VII no solamente era el restablecimiento del rey legítimo, sino que era también la vuelta a la normalidad. Para esos españoles, que no entendían bien ni lo que era una Constitución, ni lo que significaba el establecimiento de un orden político nuevo en el que las instituciones tradicionales serían sustituidas por otras nuevas surgidas de las reuniones de Cortes, lo único que importaba en aquel momento era que el país podía recuperar la paz, y la presencia de su rey era la mejor garantía de ello.
Desde Zaragoza, el rey se dirigió a Valencia, donde entró el 16 de abril y donde le esperaba el general Elío, uno de los más firmes defensores del restablecimiento de la Monarquía absoluta. Allí, a la capital levantina, acudieron también los miembros de una delegación de las Cortes, encabezada por Bernardo Mozo Rosales e integrada por un grupo de diputados, en número de 69 según algunos historiadores (Pintos Vieites) y en número más reducido según otros (Fontana), que le presentaron a Fernando VII el llamado Manifiesto de los Persas. Este documento ha dado lugar a una cierta controversia entre diferentes estudiosos, favorecida sin duda por la ambigüedad de sus planteamientos. Al documento se le conoce por esa curiosa denominación como consecuencia de las palabras de su encabezamiento: "Era costumbre de los antiguos persas pasar cinco días en anarquía después del fallecimiento de su rey, a fin de que la experiencia de los asesinatos, robos y otras desgracias les obligasen a ser más fieles a su sucesor. Para serlo España a V.M. no necesitaba igual ensayo en los seis años de su cautividad". El resto del escrito, en el que hay una sucinta narración de los sucesos acaecidos durante los seis años de guerra, parecía poner de manifiesto el deseo de los firmantes de que el rey rechazase las reformas gaditanas y de que convocase unas Cortes a la manera tradicional, es decir, por estamentos. Artola ve en él algunos indicios de una ideología propia de la de la España del XVII y Lovett lo encuentra en cierta armonía con el pensamiento de Jovellanos. Para Suárez Verdaguer es un documento renovador en el que no hay una negativa a las reformas, siempre que esas reformas se basen en la tradición. La verdad es que en el Manifiesto no se regatean elogios a la Monarquía absoluta, por eso resulta difícil no adscribir este documento a una ideología absolutista, aunque ello no quiera decir que no se puedan encontrar en él algunas propuestas de reformas.